Había perdido ya la cuenta de las vueltas surcadas por la aguja más final del reloj que colgaba a su espalda. El sonido que al principio le había hecho mantenerse en la consciencia, ahora solo acompasaba a la desesperación de sus propios latidos desbocados. Por cada cuatro o cinco tic-tacs, ella suspiraba, jadeante y entrecortada, nerviosa.
No sabía cuánto tiempo había transcurrido. No sabía cuánto más habría de aguardar. Solo sabía que bajo ningún concepto debía mirar atrás, ni mucho menos levantarse. En verdad, nada había que se lo impidiera. Esta vez, en aquel juego, no existían cuerdas ni grilletes de ningún tipo. Podría moverse cuando quisiera y, lo que es más, Él no tendría por qué saberlo… Pero ella sí. Ella sí lo sabría. Y a veces, los nudos de la mente y el corazón eran mucho más firmes que cualquier atadura física.
Él era perfectamente consciente de eso. Sabía que no hacían falta ni cadenas ni vigilancia alguna. Que había sido suficiente con su voz, con su mirada, y con la manifestación clara y nítida de sus deseos. Una vez dada la orden, ella no necesitaría nada más… Nada, salvo paciencia.
Paciencia. La paciencia es una virtud, se solía decir. Y Él se merecía recibir de su parte todas las virtudes. Incluso aquellas en las que ella torpemente se manejaba, y que conformaban parte de sus defectos. Pero toda habilidad podía ser entrenada. Ambos lo sabían. Y ella entendía que, si superaba esa prueba, habría vencido la batalla contra su propia impaciencia.
Sin embargo, cada vez era más difícil. Aquellas manecillas que ni si quiera se podía voltear a mirar, la sumergían en un desquiciante nerviosismo. El dolor de sus extremidades en aquella perfecta postura, sumado al de sus nalgas desnudas, también incrementaba los niveles de dificultad. Si tan solo ladease el rostro ligeramente para poder ver la hora…
No. No debía hacerlo. No iba a hacerlo.
Inspiró entonces profundamente, cerrando los ojos. El hormigueo de su propio cuerpo era la única caricia que por el momento recibía. Pese a ello, estaba mojada. Mucho. Tanto, que la piel de sus muslos había generado una sensación de unión entre ambos a causa de la humedad. Por encima del nerviosismo, del dolor, de la impaciencia… Por encima de la desesperación que la invadía, estaba excitada. Muy excitada. ¿Contaría Él con ese detalle? Seguramente. Él siempre lo tenía todo bajo control… Incluída a ella misma, convertida en una más de las posesiones bajo las que Él ejercía su voluntad.
Cuando la puerta se abrió, ella se tensó como si hubieran accionado un resorte. Todo su cuerpo pareció arquearse y erguirse aún de rodillas, pese a que realmente permaneciera inmóvil. Tan inmóvil como para contener el aliento y los pestañeos. Sin embargo, los latidos de su corazón eran imposibles de reprimir, y ni si quiera los pasos de su Amo acompañando al tic-tac del reloj podían disimularlos. Seguían resonando, en desbocados golpes contra su pecho desnudo, como prueba delatadora de su estado. Más allá de eso, el resto era silencio. Ella no podía hablar… Y Él no parecía tentado a hacerlo.
Le sintió llegar a su altura. Su característico aroma acarició sus fosas nasales y le hizo tragar saliva, hambrienta de algo que solo si Él lo deseaba ella podría obtener. No se giró, pese a la terrible tentación de hacerlo. Cabizbaja, sus ojos oscuros resistieron las ganas de buscar aquella mirada bajo la que se había doblegado en cuerpo y alma. No le hacía falta hacerlo para saber que Él sonreía, conocedor a la perfección de todos los detalles: los latidos de aquel entregado corazón, la opresión de una agitada respiración que ahora se hallaba contenida, la creciente humedad entre aquellas doloridas piernas… Todo. Lo sabía y controlaba todo, de la misma forma en que había controlado aquella espera.
De repente, pudo notar la suave presión de dos dedos contra su mejilla izquierda. Entreabrió los labios, dejando escapar un gemido, justo cuando un tercero, el pulgar, la agarraba del mentón. No ejerció resistencia ni presión de ningún tipo, sintiendo como su rostro era ladeado con suavidad pero firmeza, obligada a mirarle. Una imposición que a ella se le antojó más bien como un regalo, sintiéndose privilegiada por poder contemplarle por fin. Tal fue el efecto hipnótico de aquella mirada, que ella no vio venir aquello que sucedió a continuación. En apenas un instante, notó aquel golpe fuerte de la saliva ajena derramándose en su boca abierta. Y al reaccionar, su propia lengua acarició los labios escupidos, como si saborease otro nuevo regalo y estuviera degustando la mayor exquisitez. Para ella, así lo era.
Él soltó su rostro en un solo movimiento, y ella volvió a quedar cabizbaja, mientras Él giraba para rodearla. Únicamente podía contemplar sus pies, pero enorme era la tentación de agacharse a besarlos. Porque sentía que en aquel pecho que se alzaba y descendía agitado, no solo habitaban esos latidos acelerados, sino una intensa y desmesurada veneración que ella estaba desesperada por transmitirle y dedicarle. Sin embargo, se contuvo una vez más. Quizá Él fuera consciente del desesperado deseo por complacerle que en ella habitaba. O quizá simplemente estuviera buscando ejercer aquello para lo que ella le pertenecía. Probablemente, fuesen ambas cosas. El caso es que ella, cabizbaja, no pudo evitar estremecerse cuando escuchó el ruido de la cremallera descendiendo, que precedió al golpe secó de unos pantalones cayendo ante sus ojos.
Instantes después, guiada por aquella mano que agarraba con firmeza sus cabellos, pudo degustar por fin aquel objeto de deseo. Afortunada de poder complacerle por fin, su lengua recorrió por entero el miembro erecto de su Amo, acariciándolo a la par que la humedad de su palpitante intimidad se incrementaba todavía más. Atrapándolo entre sus labios, succionó con suavidad, deleitándose ante su sabor, poco antes de que una segunda mano afianzase el agarre de su cabeza y comenzasen las embestidas. Junto a estas, empezó la opresión en su garganta, y la ahogada respiración de quien todavía se encuentra en fase de adiestramento.
De vez en cuando, su boca era liberada de aquella presencia invasiva, pero solo para sentir los contundentes golpes de su virilidad contra sus mejillas, empapándolas de su propia saliva, mientras en silencio su mente suplicaba por volver a sentirse llena de Él. Acto seguido, como si Él leyera sus pensamientos y decidiera atender a su mudo ruego, regresaban las embestidas. Una tras otra, cada vez más aceleradas, cada vez más intensas, aproximándose a su desenlace.
Cuando por fin terminó, ella recibió el tercer regalo, el premio a su espera: el orgasmo de su Amo. Derramado directamente en su garganta, ella pudo sentir como por fin su hambre era saciada, limpiando cada gota una vez su boca fue liberada, hasta no dejar rastro alguno.
Y así, la lección quedó aprendida: la espera siempre valía la pena.
(Este relato lo escribí para participar en este concurso de relatos erótico-bdsmeros, donde obtuve el segundo premio. Muchas gracias a todos los asistentes, y mi enhorabuena al resto de participantes.)
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